Yo estaba durmiendo, lo más bien, en el sofá de la sala, cuando me despierta un bochinche de gritos, de portazos y de corridas. Lo primero que pensé: "qué escándalo, otra trifulca entre Infantino y Neneta". Andan siempre juntos, esos dos, pero se pasan la vida peleando y, lo peor, durante el día, que es cuando yo necesito un poco de tranquilidad. ¿por qué no arman sus grescas por la noche, como yo? pero no, de noche duermen. En fin, así son los niños. Hay que tenerles paciencia. Volvamos al origen de la batahola. Esta vez no era ninguna agarrada entre los pequeños. Sucede que había llegado (por correo supongo) una enorme encomienda casi tan alta como Infantino.
Con gran esfuerzo, señal de que pesaba mucho, el doctor Amormío la trajo hasta la sala y la depositó sobre la alfombra.
Una breve interrupción. Los niños lo llaman "papá". Los amigos le dicen "Pepe". las personas que no le tienen confianza lo tratan de "Doctor"; Doctor Fernández de aquí, Doctor Fernández de allá. Me gusta ese título de doctor. pero como la señora Lily le da el nombre de "amor mío", yo lo llamo "doctor Amormío".
Bien. decía que el doctor Amormío depositó el paquete sobre la alfombra de la sala, a poca distancia del sofá donde estaba yo, de modo que pude presenciar toda la escena.
El tremendo bulto venía embalado en papeles de colores con una gran cinta pleteada y un moño. Visto así, parecía un regalo de cumpleaños, pero de dimensiones colosales. Me pregunté qué podía haber ahí adentro. No sospeché, ni remotamente, la espantosa verdad.
Los niños quisieron deshacer el envoltorio, pero el doctor Amormío los llamó al orden:
- ¡Quietas esas manos, meteretes! Déjenme a mí.
Yo pensé: "a ver si es algún jarrón de porcelana, como aquel que una vez, en casa de los Ramírez, hice veinte mil pedazos y que me costó una paliza y mi ruptura definitiva con esa familia de fanáticos de los jarrones".
El doctor Amormío desató el moño, desprendió la cinta plateada, quitó cuidadosamente los papeles de colores, y el contenido de la encomienda quedó a la vista.
Hubo un gran silencio. Los Fernández contemplaban boquiabiertos aquel extraño objeto. Yo también lo examinaba de arriba abajo, pero sin la menor admiración. al contrario, con cierto disgusto.
Pensé: "vaya, se compraron otro cacharro. Esta gente tiene la manía de los aparatos eléctricos."
Sí, porque no se puede dar un paso sin tropezar con algún cachivache de esos. Hay televisores, tocadiscos, varias radios portátiles, un grabador, un proyector de cine, refrigeradores, calefactores, teléfonos. Está la lustra-aspiradora-enceradora, está el lava-seca-platos, está el lava-seca-ropas. Han comprado una máquina de coser eléctrica, una máquina de escribir eléctrica, una cortadora de pasto eléctrica.
En la cocina la señora Lily tiene una picadora de carne, una batidora, una licuadora, una pava eléctrica, una tostadora eléctrica, un encendedor eléctrico. El consultorio del doctor Amormío está todo lleno de instrumentos eléctricos que lanzan rayos y emiten unos sonidos rarísimos.
Y no hablemos del secador de pelo, del ondulador de pelo, de la afeitadora eléctrica, de la ducha eléctrica, del masajeador eléctrico, de la plancha eléctrica. No hablemos de los juguetes eléctricos de los niños. Esta casa parece un negocio de artículos para el hogar.
¡No les bastaban todos esos incordios?. ¡Necesitaban todavía uno más?. ¡Y para qué serviría el nuevo chirimbolo?
Tenía la apariencia de una gran lata de querosén, eso sí, flamante, reluciente, un chiche. Pero en la parte de arriba sobresalía una segunda lata, más pequeña, redonda, con varios agujeros y toda erizada de palancas, de botones y de llaves como las de la luz.
-¡Es hermoso! - exclamó Infantino.
-¡Hermosísimo! - gorjeó Neneta.
¿Hermosísimo semejante mamarracho? me hubiera reído de buena gana, pero la voz del doctor Amormío me distrajo:
- Ahora van a ver como funciona esta maravilla.
¿Porqué lo calificaría de maravilla? Me incorporé en el sofá para no perderme detalle.
El Doctor Amormío se inclinó sobre la lata de querosén, hizo girar una palanca, apretó un botón, oprimió una llave, y entonces ocurrió lo que todavía ahora me pone los pelos de punta.
La cosa sucedió por etapas, pero tan rápidamente que no me daba tiempo a reponerme de un susto cuando ya un nuevo sobresalto me hacía retroceder en el sofá.
Primero el cacharro lanzó una especie de zumbido y se estremeció como si tomara vida.
Después dos orificios de la latita superior se iluminaron de rojo. En seguida la lata de abajo, la más grande, empezó a aumentar de estatura, y era porque se iba alzando sobre dos patas terminadas en pies de goma.
Finalmente, por los costados le salieron unos brazos en forma de acordeón, con manos de tres dedos.
De golpe me di cuenta, con indecible horro, que el chirimbolo se había transformado en un muñeco gigante. Pero ¡qué muñeco tan grotesco, madre mía! Un monstruo.
No paró ahí la cosa. Imprevistamente otro de los orificios se encendió con luz verde. A la cabeza del fantoche le creció un cogotito largo y flaco, flexible como un fuelle. Oí una voz metálica, de disco rayado, que chillaba:
- Me llamo Robotobor.
Cuando el monigote empezó a caminar por la sala, no aguanté más. Me largué del sofá, pasé por entre las piernas del Doctor Amormío y salí disparando de esa casa de locos.
Ahora estoy trepado al techo de tejas. Durante todo el día, cada tanto, los niños me han llamado:
- ¡Minú, Minú! ¿Dónde te metiste?
Pero yo de aquí no pienso moverme. Por lo menos hasta que no decida a donde me mudaré. Con los Fernández no me quedo, eso ya está resuelto. Lástima, porque no me resultaban del todo indiferentes, como otras personas. Sabían tratarme como a mí me gusta. Además, no es lo mismo alojarse en casa de un médico que, supongamos, en casa de un botellero. Me atraen las familias cultas y de sólida posición social.
Los Fernández cumplían esos requisitos. Pero si ahora se les da por comprar juguetes que ponen en peligro mi vida, lo lamento mucho. Me voy a vivir a otra parte. Los gatos no nos sentimos atados a ningún domicilio en particular. Lo único que me faltaba, un muñeco de cuerda, alto como una montaña, que se pasea de aquí para allá y que encima habla. Como usa suelas de goma, no hace ningún ruido. Yo por ahí me quedo dormido y de pronto, ¡PLAF!, el monstruo me aplasta bajo sus patas. Muchas gracias. Todavía soy joven.
Lo que más me mortifica es que Infantino y Nenenta me hayan mantenido al margen de todo este asunto. No me dijeron una sola palabra sobre la llegada del horrendo muñeco. Y de golpe, ¡ZAS!, me lo pusieron delante de las narices. Muy bien que pude morir del susto.
Calculo que ya es medianoche. Hace rato que abajo se han apagado todas las luces. Y yo sin saber todavía a donde ir. Para colmo tengo un hambre de marca mayor.
¿Qué pasó?. no pasó nada.
Bueno, pasó que durante varios días anduve buscando alojamiento pero no tuve suerte, no encontré ninguno digno de mí.
No tomaré en cuenta a cierta gentuza que carece de modales, como ese bruto que me amenazó con retorcerme el pescuezo si volvía a aparecer por su casa. en castigo le dejé un lindo regalito en la vereda.
Otros se mostraron más amables, pero sacaron a relucir excusas: que ya tenían un gato y el gato se pondría celoso, o que tenían un perro y el perro no se llevaría bien conmigo, o como esa señora tan simpática que me explicó:
- Por mí, encantada. pero el médico me ha prohibido los gatos porque me dan alergia y estornudo una hora seguida sin parar. Así que no se ofenda, pero me veo en la necesidad de pedirle que... que... que.
Y ahí nomás empezó a estornudar.
Está bien. no hay que decirme dos veces las cosas.
A otros los rechazé yo. Me agrada vivir en el seno de una familia de copete, pero no admito que me pongan condiciones.
Los Durán, por ejemplo, apenas me vieron, empezaron con la cantinela:
- Gato, nada de pulgas. Nada de salir de noche. Nada de dormir en los sillones. Nada de ronronear. Nada de refregarte contra nuestras piernas. Nada de callejear con amigotes. Nada de...
Los dejé con la palabra en la boca. ¿Qué pretenden, esos neurasténicos? ¿qué uno sea un gato de carne y hueso o un gato de felpa?
En todo caso, las condiciones las impongo yo. Descarté al matrimonio martínez porque oí que la señora le decía al marido:
- No pienso ponerme más este tapado de piel de gato. Me hace sentirme en ridículo ante nuestras relaciones.
Me bastó esa grosería para dar media vuelta e irme. ¡En ridículo ante sus relaciones, qué tupé! Lo que ocurre es que la piel de gato no es para cualquiera.
Cierta señorita de la otra cuadra, una tal Eduviges, me recibió con los brazos abiertos. Pero cuando empezó a llamarme María Antonieta, a perfumarme y a querer anudarme una cinta rosa en el cuello, le tiré dos o tres zarpazos en el aire, sin ninguna intención de arañarla, dios me libre, solo para que se asustara y me soltase, y escapé.
Mientras tanto pasaban los días y yo tenía el estómago por el suelo. busqué comida en los tachos de basura, pero no encontré nada apetecible. Además, me horroriza hacer ese papel de gato vagabundo que escarba en los desperdicios. nací para una vida sin penurias económicas.
Es verdad, pude cazar algún ratón. Pero soy incapaz de digerir ratones. Desde niño he sido criado a leche y a hígado frito, y de ese régimen de comidas no salgo aunque me muera de hambre.
De vez en cuando me llegaban, desde lejos, las voces de Infantino y de Neneta:
- ¡Minú! ¡Minú! ¡vuelve a casa!
Los ojos se me llenaban de lágrimas. Y entre las lágrimas y los calambres de estómago ¡me sentía tan desdichado!
Hasta que hoy me di por vencido y volví a la casa de los Fernández. Era la hora de la siesta. Me acerqué silenciosamente, sigilosamente, a través del jardín. No había moros en la costa. Paso a paso avancé entre los canteros de flores.
De pronto se abrió la puerta trasera de la cocina y apareció Robotobor. No sé si fue la sorpresa, o si fue mi estado de debilidad: la cuestión es que al monigote le vi facha de asesino.
El pánico me paralizo todos los músculos. no podía mover ni los bigotes. Estaba duro como una estatua.
Detrás de Robotobor venían Infantino y Neneta con unas caras, me pareció a mi, con unas caras perversas que yo jamás les había conocido.
El monigote empezó a caminar hacia el sitio donde yo me había quedado patitieso. La cabezota le bamboleaba sobre el cogote. Tenía dos orificios encendidos de rojo y una palanca le giraba como una hélice. El extremo de cada brazo llevaba un balde de plástico que sostenía con los tres dedos.
El engendro venía hacia mí en línea recta, a paso redoblado, dispuesto a liquidarme. Infantino y Neneta lo seguían, siempre con aquellas caras de relamerse de gusto. Y yo ahí, paralítico de las orejas a la cola.
Aún en medio de mi horror sospeché que todo era una venganza de los pequeños. Le habían dado cuerda al monstruo y lo habían dirigido hacia mi para que me hiciese picadillo, y castigarme así por haber abandonado la casa. Los baldes de plástico serían para recogerme en pedacitos.
Sentí que me derretía de terror. Bueno es realidad, me hice pipí encima, no tengo ningún inconveniente en confesarlo. creo que a cualquiera, en mi lugar, le habría sucedido lo mismo.
Y el monstruo asesino avanzaba, avanzaba como un tanque de guerra. Qué digo como un tanque de guerra. ¡Como un ejército de tanques que dentro de un minuto pasaría por encima de mí y me dejaría más chato que una moneda.
cuando lo tuve a medio metro de distancia, me desmayé.
Parece que, al desvanecerme, se me escapó un maullido como de estirar la pata. Entonces los niños, que hasta entonces no me habían visto, me vieron por fin, y corrieron hacía mí.
Yo estaba tendido en tierra, con los ojos en blanco y la boca abierta.
- ¡Dios mío está muerto! gritó Neneta, y ahí no más se echo a llorar, pobre ángel. Se ve que me adora.
- No está muerto. Respira - dijo Infantino.
La pequeña me tomó en sus brazos, me besó, me acarició. Su hermano, menos delicado, me tiró de la cola. y yo recuperé el conocimiento.
Lo primero que hice fue mirar los alrededores para ver por dónde andaba el monstruo. Cuando lo localicé, me estremecí tan violentamente y lancé otro maullido tan quejumbroso que los niños comprendieron cuál había sido la causa de mi desmayo.
Entonces buscaron la forma de tranquilizarme:
- ¿Fué Robotobor quien te asustó, Minú?
- ¿huiste de casa porque Robotobor te da miedo?
- Claro, es comprensible -dijo Neneta-. también a mí, el primer día, me dio un poco de temor. Pero después que uno se acostumbra ¡es tan maravilloso! ¡y tán útil, tan servicial, si vieras! Nosotros no nos cansamos de mirar cómo funciona.
Con las manos en los bolsillos, Infantino se pavoneó:
- Con decirte que no vamos más al colegio. Para qué, si Robotobor lo sabe todo. Le hacemos cualquier pregunta y él contesta. Ahora podrás comprobarlo.
Intente resistirme, pero Infantino me dio un pellizco:
- No seas babieca, Minú. En lugar de hacer tantos aspavientos, deberías sentirte orgulloso de vivir en la única casa, la única de toda la vecindad, donde se dispone de un robot doméstico.
Debí someterme y dejarme conducir, menos mal que en los brazos de Neneta, hasta la presencia del enemigo.
Robotobor estaba parado junto a una planta de magnolia foscata. se le había abierto un redondel en plena barriga, y a través de ese cráter, iba echando, dentro de su propio cuerpo, el contenido de los baldes de plástico: restos de comida, cáscaras de banana, papeles rotos, en fin, basura.
Después el redondel de la panza se cerró. oí unos ruidos como de gárgaras, y a continuación Robotobor empezó a pasearse por entre las flores (sin pisarlas, lo reconozco), mientras por un agujerito en la parte de atrás le salían... bueno le salían unos confites color marrón que no olían a rosas precisamente.
- ¿Comprendiste, Minú? -me preguntó Infantino.
Me hubiera gustado contestarle: "Comprendí perfectamente. un muñeco que come desperdicios y que después hace sus necesidades en el jardín, a la vista del público. qué gran adquisición. los felicito".
Infantino debe haberme leído los pensamientos, porque se me rió en la cara:
- No comprendiste nada, Minú. Entre otros muchos servicios que presta, Robotobor funciona como compactadora-quemadora de residuos. Reduce los residuos a esos granos color marrón con los que abona la tierra.
Será así. pero yo cuando abono la tierra, lo hago a escondidas. y nadie me lo agradece. Al contrario: la señora Lily dice que soy un puerco.
-Ahora te demostraré algunas otras habilidades de Robotobor - continuó Infantino, en un tono, lo oyeran, como si el habilidoso fuese él.
- Durante los días en que te ausentaste de casa - me informá Neneta -, Infantino aprendió a manejar a Robotobor y le hace hacer todo lo que se le antoja. a mí todavía me falta práctica.
- Robotobor es un portento de la ciencia - añadió Infantino - el último grito de la tecnología. un milagro de la electrónica y de la cibernética combinadas.
Tantas palabras difíciles me marearon, y todo ese loco entusiasmo por un artefacto me chocó. Al fin y al cabo, también yo sé hacer algunas cosas, y a nadie se le cae la baba por eso, nadie dice que soy un milagro. pero basta que un muñeco guiñe un ojo, para que todo el mundo se caiga de espaldas, qué estupidez.
Bien. durante un rato Infantino anduvo toqueteando la cabezota de Robotobor, y el chirimbolo hizo mil payasadas.
Por empezar, se las dio de maestro ciruela.
- Robotobor - le preguntó Infantino -, si doce obreros trabajando seis horas diarias construyen ciento veinte metros de pared en venticuatro días, ¿cuántos metros de pared construirán diez obreros que trabajan ocho horas diarias durante treinta días?.
- Una operación muy complicada, ¿te das cuenta? - me murmuró Neneta al oído.
Sería una operación muy complicada, no digo que no. Pero a mí, francamente me importaba un rábano lo que harían los obreros.
No había pasado un minuto, cuando Robotobor, con esa voz de loro afónico que me rompe los tímpanos, chilló:
- Ciento sesenta y seis metros, con sesenta y seis centímetros y sesenta y seis milímetros.
Si acertó o no, no estoy en condiciones de afirmarlo, y creo que tampoco los niños. Pero de todos modos se ve que el monigote algo de números sabe. Bueno, cualquiera lo sabe con un poco de entrenamiento.
Después a medida que Infantino le manoseaba las palancas y las llaves, Robotobor dio los nombres de los ríos de América del Sur, dibujó sobre un papel el mapa de la República Argentina, modeló una figurita con plastilina.
-¿Entendiste, ahora? - me comentaba Neneta en voz baja- ¿entendiste por qué no concurrimos más al colegio?.
Sí, entendí, entendí. Sobretodo entendí que el maestro ciruela les fomentaba la haraganería mental.
Después Robotobor se sacó una antena por la cabeza, convirtió uno de sus brazos en un teléfono, e Infantino habló con la tía Dolores, que según tengo entendido vive en un barrio apartado llamado España.
Después a Neneta se le ocurrió que Robotobor dijese "Minú es un lindo gato", pero en francés, y Robotobor pronunció algo así como:
- Minú-etán-yolichá.
Si eso era francés o turco, dios lo sabrá. De cualquier manera me halagó oír mi nombre.
Después...
Después, basta. ya estoy hasta la coronilla de enumerar las monerías que hizo ese macaco.
Y fue que cada vez que Robotobor exhibía alguna habilidad, Infantino y Neneta me miraban con orgullo. No lo harían para humillarme, cierto, pero de todos modos yo me sentía rebajado. Traté de poner una expresión indiferente. Incluso bostecé.
Bien, el bostezo me lo provocó el hambre. se me retorcían las tripas. hasta que ya no pude más, mandé al diablo la electrónica y la cibernética combinadas, y maullé pidiendo de comer.
Los niños conocen al dedillo las inflexiones de mi voz. Neneta exclamó:
- ¡Pobre Minú! ¿Estás famélico? ¡No me digas que no probaste bocado en todos estos días que faltaste de casa!
Todavía no me conoce, Neneta, si cree que voy a tragar las sobras que puedan darme por ahí, de limosna, como a un pordiosero.
Infantino le ordenó a Robotobor:
- ¡Vista al frente! ¡Comida para Minú! ¡March!
El muñeco salió disparando al trote corrido rumbo a la cocina.
- Como ves - me dijo Neneta -, también tú te favorecerás con los progresos de la tecnología.
Pensé: "Y bueno, si el monigote se coloca a mi servicio, no me opongo".
Reapareció a los pocos minutos. En una mano traía un vaso de vino tinto y en la otra un plato con puré de papas y ensalada de lechuga.
Renuncio a describir el estupor, la rabieta de los niños.
- ¿Qué es esto? - gritaban. ¡Se equivocó! ¡no puede ser! ¡Es la primera vez que falla! ¡Qué papelón! ¡Qué pensará Minú!.
Yo me mantuve serio para no aumentarles el bochorno, pero por dentro me mataba de la risa.
El portento de la ciencia, cómo no. El último grito de la tecnología, de acuerdo. Y a un gato le traía lechuga, puré de papas y vino tinto, ¡qué progreso!. Aplausos. Felicitaciones.
Atraídos por el alboroto acudieron el doctor Amormío y la señora Lily.
Estarían alarmados porque, según me contó Neneta, ya una vez Infantino había oprimido una llave por otra y Robotobor, en cambio de cortarle el pelo, se lo había ondulado con largos bucles en forma de tirabuzón e Infantino parecía una nena.
- ¿Qué hacen aquí, fastidiando a Robotobor? - dijo el doctor Amormío, quien al verme agregó:
- Ah, volvió este cachafaz.
Agradecido por el piropo.
La señora Lily puso cara de asco:
- Seguro que tiene pulgas hasta en las orejas.
Vean un poco la forma de recibirlo a uno. menos mal que Neneta me defendió:
- No tiene ninguna pulga. Minú es muy cuidadoso de la higiene personal.
Claro que sí. y si alguna vez me distraigo y se me cuela uno que otro parásito, ya me encargo yo de él. No necesito jabón, ni lociones, ni duchas escocesas, como cierta señora que prefiero no nombrar.
Bien. después que los pequeños contaron cuál había sido la pifiada de Robotobor, el doctor Amormío dio la explicación del fenómeno:
- Sucede que Robotobor no está preparado (dijo "programado", pero yo comprendí que "programado" significa "preparado") para satisfacer las necesidades de los animales.
Ah, muy bonito. la bolilla que faltaba. se han comprado a Robotobor para ellos. y a mí que me parta un rayo.
Resumiendo: me quedé a vivir en la casa de los Fernández.
Los niños me aseguran que Robotobor no representa ningún peligro para mí, porque está dotado de un radar que le impide los choques. Perfectamente.
Pero yo, con el monstruo, he cortado toda relación. Haré de cuenta que no existe.
Y lo que más me sulfura: que hablen de él como si fuera una persona.
Y no es una persona, es un muñeco. entonces, si es un muñeco, ¿a qué viene tanto decir Robotobor sabe, y que Robotobor quiere, y que Robotobor recuerda y que Robotobor esto y que Robotobor lo otro?. Qué lenguaje tan absurdo.
Se merecerían que Robotobor se convirtiese no más en una persona y en lugar de obedecerlos hiciera algún zafarrancho.
También, como para no sentirme agotado. Todo el santo día de jarana corrida. ¡Qué manera de divertirnos! Las risas y los gritos deben de oírse en todo el barrio.
En esta casa nadie trabaja. Quiero decir, nadie salvo Robotobor. Nadie estudia, tampoco. Es como si todos los días fuesen domingo. O como si los Fernández estuvieran todo el tiempo de vacaciones.
Infantino y Neneta, ya lo dije, no asisten más a clase. Estuve pensando... el que inventó a Robotobor será muy inteligente, pero los pequeños, con Robotobor al lado, ¿no se volverán prerezosos de la cabeza?.
La señora Lily se liberó de los quehaceres domésticos. Llegaba a la noche en un estado lastimoso. Lo único que sabía decir era: ¡Estoy tan cansada!
Ahora Robotobor lo hace todo él. Va al supermercado, prepara la comida, pone la mesa, lava la vajilla, limpia los muebles, encera los pisos, lava la ropa, corta el césped, poda los rosales.
Entre tanto, la señora Lily, con el maquillaje hecho una pinturita (la maquilló Robotobor), las uñas barnizadas (se las barnizó Robotobor), un peinado de peluquería (obra de Robotobor) y todos los días un vestido nuevo (que le cosió Robotobor), se pasea por el jardín y juega con los pequeños y conmigo.
El doctor Amormío nos acompaña. Otro que se la pasa bien. Antes atendía a los enfermos entre las dos y las siete de la tarde, y con cada uno se quedaba como una hora, examinándole la lengua, dándole golpecitos en la espalda y metiéndole instrumentos por todo el cuerpo. Lo he visto con mis propios ojos.
Se dice que a veces se equivocaba que daba gusto. Y el enfermo, en lugar de curarse, empeoraba. No puedo creerlo de un hombre que usa anteojos y que obtuvo ese enorme diploma que cuelga de la pared.
Ahora es Robotobor quien atiende el consultorio. Una hora por día nada más.
Me he dado una vuelta por ahí para ver cómo se desempeñaba.
Cierto, se desempeña muy bien.
Entró un paciente. Dijo:
-Me duele la garganta.
Inmediatamente Robotobor chilló.
-Angina. Pinceladas de tópico gargantil cada cinco horas. Dos mil pesos la consulta. Pase el que sigue.
El paciente pagó y se fue. Entró otro, un charlatán que no terminaba nunca de hablar:
-Tengo chuchos de frío y unas líneas de fiebre. Además se me fue el apetito y por las noches no consigo dormir. Me olvidaba del catarro y de una molestia aquí en el pecho. Fíjese que también me ha salido un grano en la nariz. Me parece que estoy grave y que necesito una operación urgente.
El hígado no me funciona bien. En cuanto a los riñones...
Robotobor lo interrumpió sin ningún miramiento:
-Gripe benigna. Un comprimido diario de contragripe matasiete. Dos mil pesos la consulta. Pase el que sigue.
En una sola hora despachó a setenta y cuatro enfermos. A dos mil pesos por cabeza, calculen. Sobre el escritorio había una montaña de dinero.
Se ha corrido la voz y viene gente de otros barrios. El consultorio es una romería. Algunos están sanos, pero quieren ver cómo funciona Robotobor, y oírle decir:
-Ninguna enfermedad. Dos mil pesos la consulta. Pase el que sigue.
A un viejo mal vestido ni siquiera lo dejó hablar. Le chilló:
-Diagnóstico denegado. No tiene los dos mil pesos. Pase el que sigue.
Y el viejo se fue con la cola entre las piernas. Este Robotobor no es como el doctor Amormío, que a los pobres les fiaba.
Ayer la señora Lily le ordenó a Robotobor:
- Para la cena quiero un pollo al spiedo. Que sea tierno y dorado. De doble pechuga, si es posible.
Le puso el dinero en una mano, le dio vuelta una clavija, y el monigote salió a comprar el pollo.
Yo, por pura casualidad, me fui detrás de él. Le causaba gracia la señora Lily, con su pollo tierno, dorado y de doble pechuga. Me jugaba la cabeza a que Robotobor no sabría distinguir entre un pollo y una gallina dura como una piedra.
En la calle todo el mundo nos miraba. Bueno, lo miraban a él. Se detenían para comentar en voz alta:
-¡Es el robot de los Fernández!. ¡Parece increíble, cómo ha avanzado la técnica! ¡Vivir para ver y ver para creer!
De mi nadie hacía el menor caso. como no me gusta quedar al margen empecé a caminar delante de Robotobor, como si lo guiara. Cada tanto me volvía y la hacía una seña o le maullaba autoritariamente.
Pero ni aún así conseguí que se fijaran en mi modesta presencia. Todos los elogios eran para el muñeco.
Llegamos al supermercado. Con gran dolor de mi alma tuve que pasar de largo frente al puesto de pescado, que olía que era una delicia. Pero a la señora Lily se le antojó pollo, y este cobarde de Robotobor es incapaz de desobedecer.
Se dirigió directamente al puesto de rotisería y pidió con su voz de títere enojado:
- Pollo.
Ya una multitud nos rodeaba.
El vendedor de pollos al spiedo eligió un pollo que aparentemente no tenía ningún defecto, lo envolvió y se lo ofreció a Robotobor. Pero el monigote mantuvo sus brazos caídos.
- Tierno - chilló.
El vendedor hizo una mueca, eligió otro pollo, lo envolvió, de nuevo se lo ofreció a Robotobor. Otra vez el muñeco permaneció inmóvil.
- Dorado - gritó.
El hombre empezó a ponerse rojo y a transpirar de rabia. Los espectadores, en cambio, se reían por lo bajo y murmuraban:
- No es ningún tonto, este robot. No se lo engaña así nomás.
Con el tercer pollo se repitió la escena.
- Doble pechuga - dijo Robotobor.
El hombre se puso a aullar:
-¿Qué más se te ocurre, espantapájaros? ¿Que el pollo tenga cuatro patas también? ¿o que muerto y todo cante como un jilguero?. ¡Habráse visto las pretensiones!. Pués bien. No te vendo ningún pollo. Se acabó.
Entonces sucedió algo que a todos los presentes nos dejó pasmados. Uno de los brazos de Robotobor empezó a alargarse, a alargarse, así, como un resorte que se estira. pasó por encima del mostrador, por encima de la cabeza del vendedor. llegó hasta la rueda donde los pollos giraban tostándose al fuego. Se apoderó de uno, el más gordo, el más dorado.
Y, por lo visto sin sentir ninguna quemadura, el brazo volvió a su tamaño normal con el pollo que humeaba entre los dedos de la mano.
Nosotros mudos de estupefacción.
Después Robotobor le tendió al vendedor la otra mano, en la que tenía el billete que le había dado la señora Lily.
El hombre, pálido y sudoroso, miró el dinero, pero estaba tan asustado que no se atrevía a tomarlo.
- No faltaba más -tartamudeó-. el pollo es un obsequio de la casa. Vuelva cuando guste. Servidor de usted. A sus órdenes.
Robotobor depositó el billete sobre el mostrador y giró en redondo. La multitud se abrió paso. Cuando empezó a caminar hacia la salida, todos aplaudieron, lo vitorearon.
Yo me fui con la cola bien levantada. En cierta forma me sentía orgulloso de Robotobor. Había estado un poco guarango con eso de apoderarse del pollo. Pero, pobre tipo, con tal de obedecer a la señora Lily, hasta ponía las manos en el fuego.
Tiene alma de esclavo, el infeliz.
¡Dios mío!. también yo hablo de Robotobor como si fuese una persona. ¿y no será realmente una persona?. Empiezo a dudar
Yo, encantado, les sigo la corriente. Pero de vez en cuando me escabullo hasta el techo y duermo un rato. Debo mantenerme en forma para mis reuniones nocturnas.
A Robotobor le perdí el miedo. en el fondo, es inofensivo, salvo con las personas que quieren oponerse a la "programación", porque entonces Robotobor no atiende razones y se lleva a todo el mundo por delante, como hizo con el vendedor de pollos.
Pero como yo no figuro en la "programación", a mí no me molesta para nada. ¡y es tan trabajador! ¿no se cansa nunca, la pobre bestia?. se diría que no.
Y hay que ver el jugo que le sacan los Fernández. No le dan ni un minuto de respiro. a veces hasta le hacen cumplir dos tareas al mismo tiempo. Por ejemplo: mientras cose un vestido para la señora Lily, suelta música bailable. y los Fernández bailan, no más, como trompos.
No se crea que lo utilizan únicamente para la farra. Hoy el doctor Amormío dijo:
- Bueno, basta de tanta diversión. ahora cultivemos el espíritu.
Yo pensé que se pondrían a leer libros, como hacían antes. pero los libros han sido guardados en el desván. y "cultivar el espíritu" significa que el doctor Amormío le oprime un botón a Robotobor, y Robotobor, mientras le limpia las uñas a Neneta o le lustra los zapatos a Infantino habla.
Habla de todo un poco. de geografía, de historia, de astronomía. Los Fernández se sientan en mecedoras, beben naranjada helada y escuchan.
Yo aprovecho para tirarme sobre el pasto y presto atención. ¿el doctor Amormío dijo que Robotobor no está preparado para servir a los animales? Craso error: a mí me sirve, yo también cultivo el espíritu.
Gracias a la cháchara del monigote, aprendo cosas muy importantes. Algunas no me quedan en la cabeza, pero hay otras que jamás olvidaré. Por ejemplo, que los gatos éramos animales sagrados en el Antiguo Egipto.
Desde que lo supe, trato de adoptar posturas majestuosas.
Por supuesto, las había dicho en broma. pero ahora hablaré seriamente. No me interesa si Robotobor es un muñeco, un perro mecánico o una especie de hombre artificial. Lo único que sé que se trata de un sabio, de un artista y de un atleta, todo junto y de primera categoría. ¡Y tan hermoso!
Hasta la voz, si uno afina el oído, resulta sumamente agradable.
Yo siento un gran respeto por él. Lástima que no me entienda los maullidos, porque sino le diría:
- Doctor Robotobor.
Sí, ya que no usará anteojos ni tendrá diploma, pero es tan doctor como el doctor Amormío y sospecho que un poquito más.
Le diría:
- Doctor Robotobor, si está fatigado, tómese un descanso. Apáguese las luces, échese sobre el césped y duerma cuanto quiera. Está en su casa.
En cambio, los Fernández me lo tienen todo el día cinchando como un burro. No hay derecho, caramba. Abusan de su buen carácter. Claro, se aprovechan porque los sabios, por lo general, son un pan de dios.
No he cambiado mi opinión a causa de lo que pasó anoche, qué esperanza. Yo siempre pensé que Robotobor tenía muchos méritos. De entrada me cayó bien. pero anoche, en el jardín de los Domínguez, hubo asamblea de gatos.
Parece que en todas partes no se habla sino de Robotobor, y mis colegas querían un informe completo sobre el tema. ¿A quién le pidieron el informe?. Naturalmente a mí. Me lucí en toda la línea.
- Y si desean conocer a tan ilustre personaje - les dije -, síganme hasta la casa donde me hospedo.
En un primer momento algunos se negaron, sobre todo las gatas.
- ¿No habrá peligro? - preguntaban.
- Ningún peligro - les expliqué. Robotobor es un santo. Y a mí me estima mucho. Además, de noche no funciona. Lo guardan en la cocina. Miraremos desde afuera, a través de la ventana.
Al fin conseguí convencerlos, y nos fuimos todos en procesión hasta la casa de los Fernández, que entre tanto dormían a pierna suelta. Como los gatos no hacemos ruido al caminar y podemos ver en la oscuridad, la excursión no ofrecía ningún riesgo.
Cuando subimos a la ventana y miramos hacia el interior de la cocina, nos quedamos todos turulatos. Yo esperaba que Robotobor estuviese dormido en algún rincón. En cambio, con dos luces rojas encendidas en la noble testa, planchaba una pila de sábanas.
¡Hasta de noche trabaja el mártir! ¡Hasta de noche y en plena oscuridad!. Estos Fernández son unos negreros.
A mis colegas se les salían los ojos de las órbitas. Más de uno temblaba.
Yo, para demostrarles mi familiaridad con el monigote, perdón, con aquel prodigio de la técnica, les dije en un tono medio displicente:
- Y bien, ahí lo tienen al famoso Robotobor. No está del todo mal ¿eh?.
Nadie me contestó. Se sentían tan estupefactos como yo el primer día.
Después vimos que las dos luces rojas se apagaban y se encendían otras dos. entonces Robotobor se puso a bordar con punto cruz un mantel de hilo blanco.
Un sarnoso que se había colado entre nosotros y que miraba junto a los demás, dejó oír su vozarrón arrabalero:
- Bah, bah, bah. Tanta alharaca por ese Robo no se cuánto, y resulta que es una mujercita que plancha y borda como una damisela.
- Le ruego que se calle - le dije severamente -. De lo contrario, Robotobor le dará su merecido.
El granuja empezó a reírse como un energúmeno.
- ¿Quién me va a dar mi merecido? ¿Ese mujercita? ¿Quieren ver cómo yo solo, sin ayuda de nadie, lo pongo de vuelta y media?. Porque ustedes están todos muertos de miedo. Y por quién. ¡Por una máquina de planchar y bordar! Pero a mí no hay Borroborró que me asuste. Todavía no nació el Borroborró que pueda conmigo. ¡Ahora verán!
¿Qué se proponía ese delincuente?
- ¡Oiga! - le grité. me imagino que no pensará violar el domicilio de la familia Fernández. ¡Es ilegal!.
Demasiado tarde. Ya había trepado por un caño de desagüe, pasó a través de un respiradero (como es más flaco que una lagartija pudo hacerlo) y un segundo después lo vimos saltar dentro de la cocina. A mí la indignación me ahogaba.
Nos dedicó una mueca de lo más grosera, dio dos o tres pasos de baile y se plantó frente a Robotobor. El ilustre sabio lo ignoró olímpicamente. Siguió bordando como si tal cosa.
Entonces el sarnoso se subió a una repisa y desde allí arriba empezó a tirar manotazos a la venerable cabeza de Robotobor. Como la venerable cabeza se balanceaba sobre el largo y esbelto cuello de cisne, el sarnoso no le acertaba una.
Nosotros, desde el lado de afuera, asistíamos al infame espectáculo con los bofes en la boca. Yo presentí que podía ocurrir una catástrofe.
Y, efectivamente, la catástrofe ocurrió.
En una de esas el sarnoso consiguió alcanzar, con sus sucias manos, las palancas que adornan la cabeza de Robotobor y, de un solo envión, las hizo girar todas al mismo tiempo.
Entonces ocurrió la catástrofe.
Robotobor sufrió una transformación. Arrojó el mantel al suelo, las luces rojas se le apagaron, pero se le prendió una especie de reflector cuya luz, violeta y muy potente, giraba en redondo. También le giraban los brazos como molinetes. Por el agujerito de atrás le salía un fuerte chorro de vapor negro. Y mientras tanto hacía sonar una sirena igual a la de los bomberos.
Eso no fue todo. Hubo más. Robotobor, ese Robotobor enloquecido, con el reflector que giraba, con los brazos que giraban, con el chorro de vapor que le salía por detrás y con el aullido de la sirena que le brotaba no sé de donde, empezó una especie de violento zapateo. Y así, zapateando como un gaucho que baila el malambo, se desplazó por la cocina.
Y, a medida que se desplazaba, arrasaba con todo: con la cacerolas, con los tarros de sal, y de azúcar, con la mesa de fórnica, con la pila de sábanas recién planchadas, con todo lo que se le ponía al paso, en medio de un estrépito espantoso.
Mis colegas, de más está decirlo, huyeron desordenadamente, en varias direcciones, muertos de terror. Según supe después, a algunos la luz violeta del reflector les dio en los ojos y los dejó por un rato ciegos.
Yambién yo escapé, lo último que vi a través de la ventana fue al sarnoso que volaba por el aire, como una paloma, alcanzado por uno de los molinetes de Robotobor.
Corrí a esconderme en un rincón oscuro del jardín, debajo de una azalea. desde allí presencié el desenlace del terrible episodio.
Dentro de la casa se encendieron luces, lo mismo que en las casas vecinas. oí la voz del señor Domínguez que gritaba:
- ¿Qué significa esa sirena? ¿hay un incendio?.
Otra voz, creo que la de la vieja Durán, berreó:
- ¡Déjennos dormir! ¡no son horas de hacer escándalo!
Oí el llanto de Neneta.
La ventana de la cocina se había iluminado. un minuto después la batahola desatada (con toda justicia desatada) por Robotobor cesó. Sobrevino el silencio. las luces se apagaron. volvió la oscuridad, volvió la calma de la noche.
Yo, por las dudas, no me moví de mi escondite.
Al cabo de un cuarto de hora pude ver como el sarnoso salía por el respiradero de la cocina. pasó a mi lado sin darse cuenta de que yo lo observaba desde debajo de la azalea. Caminaba en zigzag, tenía los ojos bizcos y canturreaba:
-Lorilé, loriló, lorilá.
Había perdido la razón, evidentemente. Y bueno, él se la buscó. Que se aguante ahora.
En cuanto a mí, conste que no tuve ninguna intervención en la catástrofe provocada por el sarnoso. Al contrario, intenté impedirla.
Y por Robotobor, lo dije y lo repito, siento una gran admiración.
Todavía no descubrí la causa, pero algo anda mal. Tengo un olfato infalible para cierta clase de malestares humanos. es una especie de olor lo que siento.
Por empezar, entre los pacientes. Ya no acuden en masa, como antes. Y a los pocos que vienen les percibo un olor que no es el de ninguna enfermedad. Es otra cosa: un olor como a disgusto.
Si uno mira a Infantino y Neneta, no les ve nada de raro. Comer, comen. Jugar, juegan. Cultivar el espíritu, lo cultivan. Y sin embargo huelen mal, yo lo noto. huelen a tristeza, a melancolía, a nostalgia. Y a hambre, también. ¿Por qué a hambre?. Misterio.
La señora Lily, mucho maquillaje, y mucho peinado, y mucho vestido nuevo, y mucho jactarse de que se liberó de los quehaceres domésticos. El doctor Amormío, mucho decir a cada rato que él, con Robotobor, inauguró la medicina por computadora. Pero los dos andan con el olor encima, un olor que, por más que se bañen y se perfumen, a mí me hace picar la nariz.
Hablando de perfumes. Hasta las flores del jardín tienen el perfume alterado. ¿cómo los Fernández no se dan cuenta?. Pero yo sí me doy cuenta. Soy muy sensible a los aromas. Y puedo asegurar que algunas flores se niegan a exhalar ni una pizquita de fragancia. La mayoría no se niega, solo que lo hacen de tan mala voluntad y con tanto rencor que el aire queda como envenenado. ¡Y los Fernández en la luna de valencia!
Hay un detalle que me llama poderosamente la atención: toda la familia se desvive por mí me miman, me abrazan, me besuquean. Cada dos por tres me sirven de comer. He engordado como un cerdo.
Es el único trabajo (si a eso puede llamarse trabajo) que cumplen con sus propias manos, ya que todo lo demás está a cargo de Robotobor.
¡Mi querido Robotobor! Cada día le descubro una nueva virtud. Gracias a él he enriquecido mi vocabulario. Pronuncio palabras como "ecología", "física nuclear", "rayo láser" y "galaxia". No sé qué significan, pero no importa: las pronuncio igual, claro que traducidas al gatuno. Cuando me reúno con mis amigos (siempre lejos de esta casa, porque a Robotobor le tienen un terror pánico) y me oyen hablar así, se hace un gran silencio. Todos se callan y me miran como a un gato de otro mundo. Para ellos soy como un mago. Y gordo como estoy, y encima mago, nadie se atreve a pelear conmigo.
Robotobor también pinta cuadros. A mí los cuadros me parecen... no importa lo que me parezcan a mí. El doctor Amormío dice que son cuadros "abstractos" con alguna tendencia "concreta". De modo que deben de valer mucho.
Ayer Robotobor compuso una poesía. ¡Hasta es poeta, ese talento! Los versos, sí no entendí una cosa por otra, decían:
Una manzana vuela sobre la sartén por el mango
y el pavo real se come los adoquines crudos
porque el norte y el sur perdieron el tranvía
mientras los almanaques tocan el acordeón.
Un poco difíciles. Pero según el doctor Amormío, son versos "surrealistas", así que no hay nada más que agregar.
Volvamos a mis preocupaciones respecto del mal olor. He decidido investigar por mi cuenta. Me haré el distraído, el dormido, pero tendré la oreja parada. Si es necesario dejaré de salir de noche.
Ahí está: pasaré la noche escondido debajo de las camas de los pequeños. Sé que, antes de dormirse, Infantino y Neneta suelen hacerse confidencias.
Y a los pacientes los esperaré a la salida del consultorio.
Empecemos por los pacientes del consultorio. Los seguí a dos de ellos hasta la calle, puse cara de idiota y pesqué este diálogo.
Un enfermo le decía a otro:
- Que nadie nos oiga, pero no salgo satisfecho. Yo necesito que el médico me converse, me sonría, me dé un apretón de manos. De lo contrario no me curo, no hay caso, no me curo. Ese Robotobor sabrá mucho de medicina, pero es más frío que un témpano. Ninguna sonrisa, ninguna palabrita amable. Me trató como un sargento a un recluta que cometió una falta. Me siento más enfermo ahora que antes.
El otro respondíó:
- A mí me pasa lo mismo, no voy a tomar ninguna de las píldoras que me recetó. Se me quedarían atravesadas en la garganta. Voy a ir a que me atienda el doctor Veleséver. Es más viejo que matusalén y no sabe un comino de medicina moderna. Pero el doctorVeleséver lo mira, nada más, lo mira con esos ojitos dulces que tiene, y usted ya se siente bien. Se lo regalo a Robotobor.
Los dejé hablando pestes del muñeco y volví a casa de los Fernández.
Por la noche me introduje en el dormitorio de los pequeños y esperé, oculto bajo la cama de Neneta.
En cuanto apagaron la luz, Infantino empezó:
-¿Te gustaron las milanesas que cocinó Rob?
-Sí. pero no eran como las que hacía mamá.
-Ah, no. las que hacía mamá tenían otro sabor.
-Y el postre, ¿qué te pareció?
-Como todos los que hace rob: ni fú ni fá.
-Es curioso. aunque comí a más no poder, siento una debilidad, aquí en el estómago, como si estuviese en ayunas.
-Igual que yo. con decirte que volvería a comer.
-¿Más milanesas?
-Por favor, no me las nombres. estaba pensando en aquel budín de pan que cocinaba mamá todos los jueves.
Neneta suspiró tan hondo que hizo chirriar el elástico de la cama.
-Ay, sí, aquel budín de pan... se me hace agua la boca, recordándolo.
Luego se hizo un silencio, Infantino dijo:
-¡Cómo lo envidio a Minú! es el único que no está obligado a tragar la comida que prepara rob. ¡Qué dichoso!
Nuevo suspiro de Neneta, nuevo chirrido del elástico.
-Cada día lo quiero más a Minú. No sabe hacer nada de nada, pero ¡es tán cálido, tan buen amigo!
-Si no fuera por Minú -agregó Infantino-, no sé qué sería de nosotros.
Yo debajo de la cama, me sentía terriblemente emocionado.
Hubo una larga pausa. después reanudaron la conversación:
- Infantino ¿los viste, está mañana? ya te imaginarás a quiénes me refiero.
- Los vi
- Llevaban guardapolvos blancos, carteras.
- Naturalmente. iban al colegio.
- Pensar que todavía hay chicos que van al colegio.
- Porque pertenecen a hogares atrasados que no disponen de un robot.
- Deben soportar a la maestra, a la directora, a los porteros.
- Deben sentarse horas y horas en un asiento de madera, dentro de un aula.
- Y durante los recreos jugar en ese patio tan frío. Bajo el viento.
- Por las tardes tendrán que hacer los deberes.
- Leer libros, escribir composiciones, dibujar mapas.
- Felizmente, tú y yo...
- Si, felizmente tú y yo...
No quisiera mentir, pero juraría que Infantino y Neneta sofocaban los sollozos. y a mí se me partía el alma.
Abandoné el dormitorio de los niños. Necesitaba reflexionar a solas.
Al pasar por delante del cuarto principal eché un vistazo: la señora Lily y el doctor Amormío estaban acostados boca arriba. Pero, en la oscuridad, tenían los ojos abiertos y fijos en el cielo raso. Otros que no podían conciliar el sueño. todo el mundo sufría de insomnio en esta casa.
Justo en ese momento el doctor Amormío murmuró:
- El progreso es así. Nunca vuelve atrás. Ya no podemos desprendernos de roby.
La señora Lily no dijo esta boca es mía. continuaba con los ojos clavados en el cielo raso.
Yo seguí de largo. Desde el pasillo vi que, en la cocina a oscuras, Robotobor, alias roby, alias rob, lustraba los cubiertos de acero inxidable. De golpe lo destesté con todas las fuerzas de mi corazón.
Me fui a la sala, me tendí sobre el sofá y hasta que amaneció estuve en vela, meditando.
Bien: he elaborado un plan. Quizá me juegue el pellejo, pero no voy a permitir que los Fernández, por vanidad o cobardía, sean víctimas de... bueno, del que te dije.
Cuando paso cerca de él o él pasa cerca de mí, trato de pensar en otra cosa. Porque a ver si practica la telepatía, se da cuenta de lo que estoy tramando, el acusete le va con el chisme al doctor Amormío y todo el plan se me derrumba.
Robotobor estaba atendiendo pacientes en el consultorio. Los Fernández dormían la siesta.
Lo primero que hice: correr hasta el depósito de maderas de la esquina. Allí encontraría lo que necesitaba.
A los pocos minutos cacé uno que me pareció vivaracho. Sin hacerle el menor daño lo tomé por la cola, entre los dientes, o transporté hasta el jardín de los Fernández, lo senté de espaldas a la pared y me le puse delante en actitud feroz.
El gurrumino temblaba como una hoja.
- ¿Nombre? –gruñí.
Me contestó con una vocecita aguda y tembleque.
-Miguel para servir a usted. Pero en casa me dicen Miqui.
Lancé una carcajada diabólica:
- Ah, de modo que eres el artista de cine. Casualmente ayer te vi por televisión. Mucho gusto. Yo soy el gato Félix.
Muerto de miedo y todo, tuvo coraje para sonreír:
- No, disculpe. Ese que usted dice es un pariente lejano que vive en norteamérica. Da la casualidad que somos tocayos.
- ¡Silencio! –rugí-. Aquí nadie habla sin mi permiso.
Y para mostrarle que mis intenciones eran de lo peor, saqué a relucir las uñas. Es un espectáculo impresionante para un ratón. Se puso blanco como un papel.
Proseguí con el interrogatorio:
- ¿Te gustaría que yo te comiese? - y me pasé una lengua de dos metros por los labios.
Tragó saliva:
- No señor gato. La verdad, me gustaría poco y nada.
- ¿Ah, no? que me cuentas. ¿y acaso nadie te dijo, todavía, que los gatos comemos ratones?.
- Si señor gato. Fue lo primero que me enseñaron mis padres. Pero conmigo usted podría hacer una excepción.
-¿Una excepción? ¿Contigo? ¿Y por qué, vamos a ver?.
- Porque hoy es mi cumpleaños y me gustaría festejarlo. Si usted quiere vuelvo mañana. Mañana podrá comerme todo lo que se le dé la gana.
Vaya, era astuto el chiquitín. Y sabía expresarse. Le tomé simpatía. Pero no dejé que se diera cuenta. Al contrario, fingí encolerizarme.
- Ah, de modo que me tomas para el churrete. Soy un papanatas, yo. Me creo todo lo que me dicen. Volverás mañana, sin duda y mañana estarás a mil leguas de aquí. ¡Se necesita desfachatez! Miserable, has colmado mi paciencia. ¡Te arrancaré la cabeza de un solo mordisco!.¡Te comeré los sesos!.
Empezó a llorar a lágrima viva. Pobre, me dio pena. Pero lo dejé que llorase un poco. Después le ordené con voz de trueno:
- Basta de lloriqueos. ¡Basta, he dicho! Una lágrima más y no respondo de mis actos.
Se sorbió los mocos, y hasta esbozó una tímida sonrisa:
- Sí señor gato. ¿ve? ya no lloro. Al contrario, me sonrío.
Confieso que me tocó el corazón. Tuve que hacer un esfuerzo para conservar la ferocidad.
-Está bien –le dije-. Hoy no te comeré. Mañana veremos. Te permitiré que vuelvas a tu casa para festejar tu cumpleaños.
Se le iluminó la cara. Yo alcé una garra amenazadora:
- ¡Con una condición!
Se le apagó la cara.
- Antes de irte debes cumplir una tarea.
Parpadeó azorado:
- ¿Una tarea? ¿Qué tarea? No se haga muchas ilusiones conmigo. Mire que fuera de roer, no sé hacer otra cosa.
- De eso se trata, precisamente. de roer.
- Según qué. Mi especialidad son el queso, la madera, los papeles, los granos de maíz, algún que otro cuero si no está muy seco...
- Ah, el señor tiene exigencias. Se me pone exquisito. Entonces el pacto queda anulado. Te comeré ahora mismo.
- No. señor gato. Me entendió mal. Ninguna exigencia de mi parte. Roeré todo lo que usted me diga: clavos tornillos, hasta vidrio si se le da por ahí.
- Perfectamente. Ahora escúchame bien. Cumplirás al pie de la letra mis instrucciones.
Durante un rato estuve explicándole qué debía hacer. Pronto captó lo que yo esperaba de él y se frotó las manos.
- Entendido patrón. ¿cuándo empiezo?
Qué monada de criatura. Yo sabía que estaba engañándolo, que tal vez el pobre no saldría vivo de la aventura. Pero qué le vamos a hacer: alguien debía sacrificarse. y si en los laboratorios usan a los ratones para los experimentos científicos, ¿por qué no iba yo a utilizar a miqui para una empresa de tanta importancia?
De nuevo lo tomé de la cola y lo conduje hasta el consultorio. Al llegar a la puerta me asomé y espié. Adentro no había nadie, salvo Robotobor, que de pie inmóvil, aguardaba la aparición de algún cliente. Tenía tres luces rojas encendidas en la cabeza.
Sin soltar a Miqui, susrré con los dientes apretados:
- Ahora haz lo que te dije. yo estaré aquí, vigilándote. Y mucho cuidado con mover una palanca o apretar un botón, porque el fulano se pone furioso. Me murmuró:
- No tenga miedo patrón. Yo a este tipo lo pongo fuera de combate sin que él se entere.
Lo solté, por fin, y permanecí junto a la puerta, al acecho. Podía ocurrir cualquier cataclismo. Miqui podía morir, perder el juicio como el sarnoso o quedar todo maltrecho. Yo, a la primera reacción violenta de Robotobor, me tomaría las de villadiego.
Miqui correteó hasta los pies del susodicho, trepó por una pata, después por el cuerpo, después por el fuelle del cogote, llegó a lo alto de la cabeza sin rozar ninguno de los puntos peligrosos. Desde allá arriba me miró y me hizo un ademán, una especie de saludo.
En ese momento entró en el consultorio la señorita Eduviges ¿se acuerdan? la que me llamaba María Antonieta y me perfumaba con agua de colonia.
Al ver un ratón en la cabeza de Robotobor, lanzó un alarido, dio media vuelta y salió disparando. Casi me pisa la cola esa ridícula mujer.
Miqui se echó a reír. Me gritó:
- ¿Vió patrón? ¿Vio que no soy tan insignificante como algunos creen?
¡Qué barbaridad! Entre la Eduviges, que con su alarido quizás había dado la voz de alarma, y ese inconsciente de Miqui, que se ponía a fanfarronear mientras hacía equilibrio sobre la cabeza del sabihondo, iban a arruinar mis planes. Y el tiempo corría, los minutos eran preciosos.
Le ordené a Miqui, con un gesto airado, que obedeciera sin más trámite. Me dedicó una última morisqueta y luego desapareció por uno de los agujeros iluminados de rojo. Vi el bulto de su cuerpecito que descendía a través del fuelle del pescuezo, como si el que te dije se tragase una para entera. Y después nada.
Después nada, por un rato que me pareció eterno. Rob Roby seguía inmóvil, con sus tres luces encendidas. en el resto de la casa, el silencio absoluto. Yo me comía las uñas, no cabía dentro de mi piel.
¿Qué haría Miqui? ¿Roía o no roía? Ningún ruido llegaba hasta mis orejas. ¿Se habría muerto, el chiquitín, fulminado por la electrónica y la cibernética combinadas? y el otro ahí, rígido, callado, imponente, aterrador.
Hasta más alto, me pareció.
Un cuarto de hora después vi que la papa entera vlvía a subir trabajosamente por el pescuezo de Rob Roby. ¡Miqui estaba vivo! En seguida vi su carita que se asomaba por uno de los orificios. Desde lo alto de la cabeza del susudicho se arrojó al suelo. Cayó de pie, como un gato, y vino hasta el sitio donde lo esperaba yo.
- Tarea cumplida -me dijo con su vocecita aguda-. Me costó, no vaya a creer. Pero no necesita agradecerme nada, hoy por ti, mañana por mí.
Y sin hacer ninguna pausa añadió:
- Oiga, ¿no tendría a mano un pedazo de queso? es para quitarme el gusto feo de la boca.
Me di cuenta de que a ese gurrumino no se le podía dar confianza. Es de los que si uno les ofrece la mano se toman el codo. Así que le pregunté de mala manera:
- ¿Y yo qué pruebas tengo de que cumpliste mis instrucciones?
- Ah, usted duda de mi palabra -me contestó, de lo más mortificado. Entonces, mire.
Abrió la boca. Pude ver que le sangraban las encías y que tenía varios dientes rotos.
- Está bien, está bien -dije, afectando mal humor para disimular mis remordimientos-. Ahora lárgate. rápido. y ya sabes: mañana vuelves para que te coma.
- Pierda cuidado. Volveré.
Se fue a la carrera, riéndose para sus adentros, estoy seguro. Naturalmente, no volvió. Y aunque hubiese vuelto, yo no lo habría comido. Un poco porque merece vivir, ese pillete. Y otro poco, porque, ya lo dije, no acostumbro a comer ratones.
Yo lo había instruido a Miqui para que royese, así, al tuntún de la carabela. Pero él tuvo una especie de inspiración y royó justo lo que hacía falta. Las pruebas las tuve ese mismo día.
Primero fue el incidente con la pareja de gordos. Cuando entraron en el consultorio, creí que hundirían el piso. Ella se plantó frente a Rob Roby y muy mandona, le ordenó:
-Usted. recétenos inmediatamente una dieta para adelgazar, pero sin que mi marido y yo nos matemos de hambre.
Entonces Rob Roby, no con su habitual voz de disco rayado, sino con una vocecita muy finita, contestó:
-Cómanse un sapo hervido. Doscientos millones de pesos la consulta. Siga el que pase y el que no está se embroma.
Por un instante los gordos no pudieron articular palabra. Después empezaron a vociferar:
-¿Pero qué se dice este zopenco? ¡Qué nos comamos un sapo hervido! Se burla de nosotros. ¿Y encima quiere cobrar doscientos millones de pesos? ¿Esto es una estafa! ¿policía! ¡policía!
Atraído por los gritos acudió el doctor Amormío. A duras penas consiguió calmar a los gordos y convencerlos de que Robotobor le fallaba alguna pieza, pero que no había tenido la menor intención de estafarlos.
Los gordos se fueron sin saludar, y el doctor Amormío cerró por ese día el consultorio.
El segundo incidente ocurrió un rato después, cuando la señora Lily quiso que los niños tuvieran su hora diaria de cultivo del espíritu.
Rob, siempre con esa voz de flauta, empezó a decir disparates:
- Las azucenas son animales mamíferos que tienen la hipotenusa igual al cuadrado de los catetos.
Los niños se reían, pero la señora Lily se enojó mucho.
- ¿Qué le pasa a ese robot? –dijo-. ¿se ha vuelto loco?
- Indudablemente – murmuró el doctor Amormío, pensativo-, indudablemente tiene la cibernética confusa. por hoy no lo haremos hablar más.
- Entonces –dijo la señora Lily muy irritada-, que nos sirva el té. Ya es hora.
Ahí ocurrió el tercer incidente: Rob Roby, en lugar de ponerle azúcar al té, le puso pimienta, y cuando los Fernández probaron aquel menjunje, empezaron a escupir y a toser, y la señora Lily protestaba:
-¡Ah, no! ¡Este chiflado nos toma bonitamente el pelo!
- Para mí -murmuró el doctor Amormío rascándose la nuca-, para mí tiene la electrónica indispuesta. Pero por qué, por qué, no me lo explico.
Yo, por las dudas, miraba para otro lado.
- Lo someteré a una prueba más -dijo el doctor Amormío-. Si comete un nuevo error, lo pondré fuera de funcionamiento mientras llamó a un técnico para que lo revise.
La nueva prueba consistió en podar las plantas del jardín. pero Roby, con la cibernética confusa y la electrónica indispuesta, en lugar de podar las plantas del jardín las arrancaba de raíz.
- ¡Atájalo! -le gritó la señora Lily al doctor Amormío-. ¡Atájalo antes de que arruine el jardín! ¡Me está dejando sin rosales!.
El doctor Amormío quiso intervenir, pero el chiflado se le escapó de las manos. Corría de aquí para allá y entre tanto arrancaba azaleas, malvones, begonias.
- ¡Ayúdenme! -gritaba el doctor Amormío- ¡por favor, ayúdenme!
Los hubieran visto al doctor Amormío, a la señora Lily, a Infantino y a Neneta corriendo tras Robotobor. Parecía que jugaban a las esquinitas.
Pero no le daban alcance. Robotobor corría más ligero que todos ellos, los esquivaba, daba unas volteretas vertiginosas. Y seguía arrancando tulipanes, geranios, nomeolvides. Un desastre.
Yo pensé: "y bueno, me arriesgo".
Esperé a tenerlo cerca. Entonces, afirmándome sobre las patas, gordo como soy, pegué un salto terrible, como sólo un gato sabe hacer, y caí a sus pies justo a tiempo para poder hincarle los dientes en la goma. Pensé en Miquí, pensé en las encías ensangrentadas y en los dientes rotos, Y clavé mis colmillos con furia.
Rob Roby se trabó de patas y cayó al suelo. Un segundo después el doctor Amormío estaba junto a él, le dio vuelta una palanca, le oprimió un botón, le apretó una llave, y a Robotobor se le apagaron las luces, le desaparecieron el cogote, los brazos y las piernas, volvió a ser la lata de querosén que era cuando llegó por correo.
Pero nadie hacía caso de él. Todos se ocupaban de mí.
- ¿Te lastimaste, Minú? ¿te lastimaste?.
Neneta me alzó en brazos, me revisó por los cuatro costados, dijo:
- No. Minú no tiene ninguna lastimadura. Entonces me palmearon, me acariciaron, me felicitaron.
- ¡Bravo, Minú! ¡bravo! eres un héroe.
Y yo miré la lata de querosén y me sentí más fuerte que todos los Robotobores del mundo.
Vino, lo estudió a Robotobor de arriba abajo, soltó una sarta de palabras de las que no entendí ni la mitad. Dijo que este circuito estaba estropeado, que aquel otro circuito había quedado a la miseria, que los desperfectos no tenían compostura, el doctor Amormío le pagó y el técnico se fue.
Desde entonces el doctor Amormío ha vuelto a atender él personalmente el consultorio. Y sus pacientes bien contentos que están, aunque algunos no se curen. Porque como le oí decir a uno de ellos:
-Errar es humano. Robotobor no erraba nunca. Pero yo prefiero mil veces a un médico que se equivoque, si sabe ser gentil y humano con los enfermos, y no una máquina aunque no se equivoque.
Ahora es la señora Lily quien cocina. y los platos preparados por sus manos son mucho más sabrosos y más nutritivos, es evidente.
Infantino y Neneta van de nuevo a la escuela. y tan felices, por más que rezonguen contra la maestra, contra la directora, contra los porteros, contra las lecciones y contra los deberes. Rezongan de puro gusto.
Ya no huelo aquel olor a nostalgia y a melancolía. En cuanto a las flores del jardín, renovadas después de la masacre, cuidadas y regadas por la señora Lily y por el doctor Amormío en sus ratos libres, dan un perfume delicioso.
Jugar, se sigue jugando. Pero también se trabaja, se estudia y se lee.
Los libros han sido traídos del desván y colocados nuevamente en la biblioteca. He observado que los Fernández, mientras leen, se ponen más buenos que cuando no leen.
¿Robotobor? qué cabeza la mía. Me olvidaba de Rob Roby.
Bien. se dedica a hacer todo lo que hacían antes los artefactos eléctricos. Pero él lo hace por sí solo, sin que la señora Lily se canse como se cansaba antes cuando debía manejar los antiguos aparatos.
Y con una añadidura muy importante: lo que ahora sé que se llama "la informática escrita".
Quiero decir que si hay que obtener algún dato urgente o realizar una operación difícil, se le hace girar a Rob Roby la palanca de la informática escrita y por una ranura sale un papel con los datos pedidos o con el resultados de la operación.
Y bien útil que es el muñeco en esas funciones. No, porque tampoco se trata de despreciarlo. Ayuda a ganar tiempo. Y a menudo Infantino y Neneta se han lucido en la escuela gracias a la colaboración de Rob Roby.
Como dijo el doctor Amormío:
-A la tecnología hay que darle su lugar. Pero no más.
Muy bien dicho.
Hace un momento yo estaba tomando la leche, cuando junto a mí pasó Rorró (sí, porque ahora lo llamo Rorró). Iba hacia los fondos del jardín a desempeñarse como compactadora-quemadora de residuos.
Pues bien: sin detenerse, maulló.
Los Fernández, si lo hubieran oído, dirían que no maulló, que fue uno de esos chirridos que ahora se le escapan desde que tiene estropeados algunos circuitos.
Pero yo juro que maulló. y como de maullidos entiendo algo, juro que Rorrró me dijo:
- Gracias, compañero. Entre tú y Miqui hicieron una buena obra.